domingo, 13 de marzo de 2011

Una Mujer de carácter II

Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Necesitaba calmarse. Sabía de su fuerte carácter y de las barbaridades que era capaz de decir cuando la rabia le dominaba. Al fin y al cabo, él era su compañero, su mejor y casi único amigo y, salvo algunos parientes semiolvidados, la totalidad de su familia. Tampoco era cuestión de ensañarse y de decir cosas de las que luego tuviera que arrepentirse. Tenía que serenarse. Lo que sentían era demasiado valioso para convertirlo en ira. Se asomó a la ventana.
Los cristales estaban empañados y lagrimosos como si hubieran estado llorando toda una eternidad; con la palma de la mano hizo un pequeño círculo sobre el vaho, que rápidamente comenzó a aparecer de nuevo, pero que no le impidió atisbar el exterior. llovía con mansedumbre, sin demasiado ímpetu, pero con tan desconcertante intensidad que, por unos momentos, los escasos autos que circulaban por aquella calle, desapacible y abierta a todos los vientos, parecían navegar a través de un mar de gotas cantarinas en el que se sumergían resignados, pero del que emergían, al poco, limpios y relucientes.
Permaneció algunos instantes absorta,  mirando sin ver algún punto inconcreto más allá de las oscuras redes del aguacero, dando profundas caladas a su eterno Ducados, pero consciente de que ni éste, ni el paisaje, conseguían apaciguar los mil demonios que alteraban su espíritu. Y él, que la conocía tan bien, lo supo al instante, lo que le hizo contener la respiración durante la fracción de siglos que ella tardó en explotar de nuevo.
- ¡Eres un estúpido hijo de perra!- dijo al fin,  su voz fue como un zarpazo que destrozara un pájaro en mitad de su vuelo-. Crees que puedes estar continuamente poniéndome en evidencia y comportandote como un crío pequeño. Ya me cansé, sabes. ¡No pienso aguantarse ni una sola trastada más! Pero bueno, ¡es que no me estás oyendo!
La mujer se apartó bruscamente de la ventana y avanzó unos pasos hacia el sofá en actitud amenazadora. La furia le dominaba y parecía totalmente fuera de sí. El otro se temió lo peor, no acababa de reaccionar y sólo atinó a darse media vuelta al tiempo que se arrugaba como un globo vacio en manos de un niño terrible. Sabía en que trance se encontraba y sabía, también, que esta vez la cosa podía pasar a mayores. Pero era consciente de que no debía modificar su táctica, la que siempre le diera buenos resultados: tenía que permanecer impasible hasta que se calmase. Cualquiera hubiese pensado que aquella conducta era una cuestión de dignidad, pero lo cierto era que más bien se trataba de una disciplina indispensable de la que debe hacer uso el débil: una política de feliz supervivencia. En el fondo, la quería mucho más de lo que a veces demostraba, pero estaba claro que nadie es perfecto, y menos él. Era consciente de que en ocasiones no obraba todo lo bien que ella se merecía y que le costaba sudores sustraerse a determinadas cosas, sobre todo si de hembras se trataba.

J.J.

lunes, 7 de marzo de 2011

Una mujer de carácter

- ¡Ya estoy hasta las narices de ti, maldito imbécil! -gritó ella con voz de soprano fracasada.
Como de costumbre, él no contestó. Viéndole actuar, cualquiera hubiese pensado que había leído a Guinon -cosa que por supuesto no había hecho- y que, como éste, era de la opinión de que cuando discuten, el tener razón no es una conclusión que las mujeres sacan, sino, casi siempre, un regalo que ellas esperan.
Caminó despacio hacia la chimenea y se repantigó en el viejo sofá de terciopelo rojo, su favorito. Permaneció impasible, con los párpados semicerrados, sin mover un solo músculo que delatara el impacto del insulto, como si con él no fuera la cosa. Durante algunos segundos mantuvo la mirada fija en el crepitar de los troncos, sólo desviada mínimamente hacia las pequeñas nubecillas de humo que en ocasiones sobrevolaban la lumbre, suspendidas en el aire como perezosos interrogantes. Otras veces se molestaba un poco y al menos resoplaba, arqueaba una ceja, daba un leve gruñido o, simplemente, simulaba prestar atención; pero esta vez, ni siquiera eso.
Sin embargo, la mujer de la voz de soprano parecía más furiosa que nunca, envalentonada con su indiferencia, y dispuesta a dejar las cosas claras de una vez por todas. Hizo ademán de sentarse frente a él, pero en el último momento cambió de parecer. Mejor de pie, pensó. La autoridad se acentúa en alguien que permanece erguido, y la ocasión lo requería con creces. Ya estaba cansada, harta de soportar su vagancia, sus deslices y, sobre todo, las quejas y murmuraciones de los demás.
Nunca le importó que no fuese bien visto por los vecinos -cosa que ocurrió desde el primer día en el que pisó aquella casa-, porque ella, además de "pasar" de la gente, consideró que eran injustos con ambos. Con él, porque aún no tenían elementos de juicio como para rechazarlo de plano, sin darle una oportunidad. Con ella, porque debieron respetar su decisión; ¡qué sabía nadie de sus necesidades y, sobre todo, de su soledad! Por eso no hizo caso de insinuaciones, recelos, ni miradas con doble intención: en el fondo les comprendía. Era consciente de que llevándolo a vivir con ella había conseguido alterar la tranquilidad del vecindario, sus costumbres, sus tradiciones. A tal extremo, que hubo quien incluso apeló a no sabía que absurdo artículo de la Comunidad de Propietarios para intentar echarlo, aunque, al final, nadie se atrevió a dar el paso definitivo. Lo malo era que ahora, al cabo del tiempo, tenía que darles la razón. Eso era lo que más le dolía y lo que no estaba dispuesta a tolerar. Lo iba a dejar bien claro, pero no dijo nada más de momento.....

J.J