viernes, 6 de mayo de 2011

Una mujer de carácter III

Se achantó aún más sobre el sofá; parecía sujeto a él por un poder imaginario. Le hubiese gustado volverse invisible al menos durante cinco minutos. El tiempo suficiente para que aquel pronto, en el que la rabia rotulaba su piel y henchía su garganta dilatándola como el pecho de un pelícano, pasase. Pero había transcurrido muy poco tiempo desde el comienzo de la disputa, y ella era capaz de llenar un diccionario de injurias en tan sólo unos segundos. Lo más prudente era capear el temporal de la forma más digna posible y prepararse a recibir una nueva andanada de insultos y reproches. Bien mirado, la vecinita del primero bien valía una bronca, se dijo para animarse.
- No sólo no te basta con vivir a mis expensas -prosiguió ella, mirándolo desafiante-, sino que, además, no puedo ni siquiera confiar mínimamente en ti, tienes que andar dando motivos para que toda la vecindad hable de nosotros más de lo que ya habla. Bastante tengo yo con acudir todos los días al trabajo, venir corriendo para ponerte de comer y estar pendiente de que no te falte de nada como si fuera tu esclava, para que, además, te dediques a avergonzarme y a ponerme en ridículo delante de todos - el tono de la mujer algo más suave momentos antes, comenzó a aumentar de nuevo, poco a poco, pero inexorablemente, volvió a alcanzar aquella tesitura tan peculiar en ella y que, en las grandes ocasiones, era capaz de elevar a una roca hasta el entusiasmo-.
¡Debiste haberte quedado con la guarra de tu madre, y que ella hubiese apechugado contigo! - continuó, explosiva-. Son muchos los que piensan que hace tiempo que debí ponerte de patitas en la calle, y por Dios que ya lo he pensado en más de una ocasión, no te confíes y creas que me tienes tan segura que no me atreveré. Aunque te quiero, no estoy dispuesta a ser tu perrita faldera toda la vida y puede ser que aún tengas que buscarte otra cama donde dormir el resto de tus días. -La mujer había cogido la honda reprochadora y las palabras le salían solas, sin aparente esfuerzo, como si de un discurso memorizado se tratase-. Tus tácticas no te van a dar resultado eternamente. -Siguió sin darse el más mínimo respiro-. No creas que porque te hagas el sumiso, no repliques y pongas esa cara de mártir, vas a tener derecho de pernada toda la vida.
Aplastó la colilla en el cenicero, y nunca mejor empleada la palabra, porque fue tanta la saña con la que retorció el negruzco cabo de tabaco, que quedó hecho añicos en décimas de segundo. Mejor esas décimas que nada, pensó él; al menos le ayudarían a reponer algo de fuerzas y de ánimo para los próximos embates que, sin duda, no tardarían en llegar; y no se equivocaba.

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