lunes, 7 de marzo de 2011

Una mujer de carácter

- ¡Ya estoy hasta las narices de ti, maldito imbécil! -gritó ella con voz de soprano fracasada.
Como de costumbre, él no contestó. Viéndole actuar, cualquiera hubiese pensado que había leído a Guinon -cosa que por supuesto no había hecho- y que, como éste, era de la opinión de que cuando discuten, el tener razón no es una conclusión que las mujeres sacan, sino, casi siempre, un regalo que ellas esperan.
Caminó despacio hacia la chimenea y se repantigó en el viejo sofá de terciopelo rojo, su favorito. Permaneció impasible, con los párpados semicerrados, sin mover un solo músculo que delatara el impacto del insulto, como si con él no fuera la cosa. Durante algunos segundos mantuvo la mirada fija en el crepitar de los troncos, sólo desviada mínimamente hacia las pequeñas nubecillas de humo que en ocasiones sobrevolaban la lumbre, suspendidas en el aire como perezosos interrogantes. Otras veces se molestaba un poco y al menos resoplaba, arqueaba una ceja, daba un leve gruñido o, simplemente, simulaba prestar atención; pero esta vez, ni siquiera eso.
Sin embargo, la mujer de la voz de soprano parecía más furiosa que nunca, envalentonada con su indiferencia, y dispuesta a dejar las cosas claras de una vez por todas. Hizo ademán de sentarse frente a él, pero en el último momento cambió de parecer. Mejor de pie, pensó. La autoridad se acentúa en alguien que permanece erguido, y la ocasión lo requería con creces. Ya estaba cansada, harta de soportar su vagancia, sus deslices y, sobre todo, las quejas y murmuraciones de los demás.
Nunca le importó que no fuese bien visto por los vecinos -cosa que ocurrió desde el primer día en el que pisó aquella casa-, porque ella, además de "pasar" de la gente, consideró que eran injustos con ambos. Con él, porque aún no tenían elementos de juicio como para rechazarlo de plano, sin darle una oportunidad. Con ella, porque debieron respetar su decisión; ¡qué sabía nadie de sus necesidades y, sobre todo, de su soledad! Por eso no hizo caso de insinuaciones, recelos, ni miradas con doble intención: en el fondo les comprendía. Era consciente de que llevándolo a vivir con ella había conseguido alterar la tranquilidad del vecindario, sus costumbres, sus tradiciones. A tal extremo, que hubo quien incluso apeló a no sabía que absurdo artículo de la Comunidad de Propietarios para intentar echarlo, aunque, al final, nadie se atrevió a dar el paso definitivo. Lo malo era que ahora, al cabo del tiempo, tenía que darles la razón. Eso era lo que más le dolía y lo que no estaba dispuesta a tolerar. Lo iba a dejar bien claro, pero no dijo nada más de momento.....

J.J

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