lunes, 3 de enero de 2011

Elisa ya no vive aqui II

Fue un sábado por la tarde, en plena hora de la siesta, cuando la vi por primera vez. Yo había acudido a la playa como tantas otras veces, sin saber exactamente para qué. Hubo un tiempo en el que, cuando quería estar sola, me encerraba en mi habitación y allí lloraba mi soledad, haciéndome mil preguntas. Y quizás eso no fuera malo si se tratase de algo casual, propio de un día de abatimiento y pesimismo. Lo preocupante era la asiduidad con que me ocurría, y la ansiedad con la que a veces necesitaba la caricia de los silencios.
Tenía cuarenta años y casi todo por hacer; pero ésta, tal como pudiera parecer, no era una buena perspectiva; todo lo contrario. Mi vida se había convertido en una monotonía tal, que había llegado al convencimiento de que ya no podría hacer nada aunque quisiera. Miraba hacia atrás y caía en la cuenta de que la mía sólo había sido un continuo salir de una soledad para penetrar de inmediato en otra nueva, más ancha y más profunda, pero ésta de ahora venía como rodeada de un halo de angustia y vacío; el vacío y la angustia que me producían comprobar que nada de cuanto intentara produciría frutos.
El espejo me devolvía la imagen de una mujer plena, hermosa y elegante que había estudiado en buenos colegios consiguiendo con el tiempo una sólida y diversificada cultura, y ello influía en el hecho de que me asaltara de continuo la frustrante sensación de estar convirtiéndome en un ser fracasado; alguien en quien se ha puesto demasiadas esperanzas y acaba malográndose sin motivo aparente.
Por eso había bajado aquel día a la playa, sin importarme que fuese invierno. La soledad de la costa en aquella época del año era un bálsamo al que no podía retraerme. Es casi imposible tener pensamientos pequeños cuando caminamos por una playa a solas. La insistente y eterna cadencia del mar suaviza los constantes filos del miedo y de la duda, a la vez que nos hace reflexionar sobre la vida -la Vida; eso que nos sucede mientras estamos ocupados en otras cosas- y sobre la transitoriedad de nuestro paso por el mundo, imbuyéndonos en esa conciencia agridulce de que todos los fuegos han de apagarse.
J.J.

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