martes, 18 de enero de 2011

Elisa ya no vive aqui III

La niña, de unos seis o siete años, jugaba con la arena y me miró al pasar como a un taxi desocupado en un día de lluvia.
- ¡Hola! - saludó.
Contesté con una inclinación de cabeza. Realmente, no tenía ganas de conversación, ni de que nadie me molestase.
- Estoy haciendo una construcción -continuó la niña, insensible a mi indiferencia.
- Ya lo veo. ¿Qué es? - le pregunté sin que me importara.
- ¡Oh! No lo sé. Pero me gusta sentir la arena.
"Me parece bien", pensé, y me quité los zapatos, sentándome junto a ella. A mí también me gustaba el contacto con la arena.
"¿Cuántas veces has cogido un puñado y sentido que, por una vez, tenías algo?", musité apenas. "Aprietas y, cuando más fuerte lo haces, con más rapidez se te escapa de los dedos, hasta que no queda nada, salvo unos pocos granos en la palma de la mano. Los restos de muchos sueños. Durante un instante intentas quedarte con los últimos granos, pero la brisa se los lleva súbitamente y tu mano se queda vacía, sin nada".
Había soltado la reflexión del tirón, mirando hacia un horizonte casi desprovisto de nubes, tan sólo algunas colgando en la lejanía, como retazos de algodón sucio, y por él, el sol escurriéndose maduro, asfixiado en un círculo rojo y mate. "¿Por qué lo estoy yo?". Cuando salí de aquella momentánea abstracción la niña me miraba fascinada, con cara de no saber muy bien qué contestar y, sobre todo, de qué le hablaban.
- Yo no lo sé -dijo al fin mirándome fijamente.
- Perdona, pequeña - traté de disculparme con una mueca que no consiguió el grado de sonrisa, y le pasé la mano por su cabecita rubia sedosa.
La niña sí que sonrió abiertamente, saliendo de su mutismo con una explosión de júbilo que casi me asustó.
- ¡Ahí viene! - gritó, señalando hacia la izquierda.
- Ahí viene, ¿quién?
- Mi pájaro, viene a verme todos los días; se llama Felicidad.
Me di cuenta enseguida de que el verdadero problema de hablar con un crío de seis años es que, de inmediato, uno acaba hablando como un crío de seis años. "¡Ah!, conque tienes un pajarito", y miré hacia donde me señalaba.
Un ave menuda de color oscuro y largas alas acababa de posarse a escasos metros de donde nos encontrábamos. Dando pequeños saltitos, el pájaro miró nervioso a un lado y a otro. Me llamó la atención su forma de caminar, parecía suspendido del aire, como haciéndole cosquillas al suelo, desplazándose sobre la arena mojada sin apenas apoyarse sobre ella. Convine en que el nombre con el que la niña le había bautizado era el idóneo. "La felicidad: un pájaro que jamás se posa". Más allá de filosofías baratas, para mí era tan sólo eso.
Me levanté con intención de marcharme, ya estaba bien de cháchara. El pájaro voló raudo, perdiéndose en tan sólo unos segundos.
- Adiós, Felicidad -gritó la niña.
"Hola, dolor" - dije entre dientes y me volví para seguir mi camino.
- ¿Cómo te llamas? - la pequeña parecía no darse por vencida.
- Y que importa eso - protesté algo irritada. Por Dios, ¿no se daba cuenta de que no tenía ganas de nada?
- Yo me llamo Elisa. Y tengo seis años.
- Está bien, Elisa. Yo soy la señora X. Adiós.
La chiquilla dejo escapar una risita. Pese a mi abatimiento yo también sonreí, o al menos lo intenté, y continué mi camino. Su risa musical me siguió. "Venga otra vez señora X", grito. "Pasaremos otro día feliz".

J.J.

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