Lo dijo mirándolo profundamente a los ojos, con aquella ansiosa perplejidad que ponía en su voz un quiebro final que colgaba de las frases como una bandolera. Lo miró tan fijamente que el otro pareció desaparecer por completo y, por primera vez en todo el altercado, las palabras de ella consiguieron de él algo más que un simple parpadeo. Por primera vez, también, la mujer supo que en esta ocasión había ido demasiado lejos. Y tuvo la confirmación casi de inmediato, cuando lo vio incorporarse y dirigirse hacia la puerta de salida, abatido, triste, la cabeza gacha, el cuerpo desmadejado, caído, arrastrándose como si de repente le acabaran de echar veinte años encima.
La mujer torció el rostro e hizo una mueca de resignación; súbitamente, pareció que todo su enojo se disipaba. Como siempre, al final, tendría que ser ella la que dijese que lo sentía. Tendría que ser ella la que fuese a él. Y lo hizo. Lo alcanzó cuando casi llegaba a la puerta y, y rodeándole tiernamente con sus brazos, lo abrazó. El animal movió la cola de un lado a otro y la miró fijamente. Los dos tenían ojos de arrepentimiento; pero el perro, más.
J.J.
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