lunes, 13 de diciembre de 2010

Una Cruz en el Camino II

¿Cuántos años llevaba viéndola? De ponerme a pensar, seguro que podía decirlo con exactitud meridiana. Bastaba con retraerme a la fecha en que, bastantes años atrás, trasladé mi domicilio a aquella pequeña ciudad-dormitorio, ya que, desde la primera vez que hice el trayecto hacia mi nuevo trabajo, la descubrí. Así que si algún meticuloso me preguntaba al respecto, sólo tendría que contar los días laborables habidos en los últimos quince años.
La cruz, clavada sobre una pequeña duna arenosa, se encontraba ligeramente ladeada hacia la derecha, medía unos ochenta centímetros de alto, los brazos cortos no superaban el medio metro, era de hormigón, o al menos tenía color cemento, y nunca supe si alguna vez fue de otro color. Probablemente así era, pero yo siempre la conocí del mismo tono triste, grisáceo, bateada en sus zonas más sombrías por un verdín incipiente, fruto del abandono y de los años a la interperie. Estaba situada a escasos tres metros del arcén y a unos cinco de la vía férrea y si tenía algún rótulo o leyenda, no era visible, al menos desde la calzada. Muchas veces pensé en acercarme y comprobarlo, que nada mejor para vencer la tentación que caer en ella, pero por alguna extraña razón nunca lo hice. En determinadas épocas del año, primavera, sobre todo, los matorrales y el forraje llegaban a ocultarla casi por completo. Pero yo sabía que ella seguía allí, paciente, misteriosa, casi eterna. Era tan sólo una cruz, me lo había repetido muchas veces; ¿por qué, entonces, me fascinaba de aquella manera? ¿Por qué aquella irresistible atracción? ?Qué extraño influjo ejercía sobre mí para que, a pesar de verla diariamente, no poder pasar a su lado sin mirarla y hacerme mil preguntas? ¿Por qué estaba allí? ¿En recuerdo de quién se había erigido? Si alguien la había levantado en memoria de un ser querido, ¿por qué siempre estuvo en aquel estado de abandono? Demasiadas preguntas para algo que, sin duda, era mucho más simple de lo que mi inquieta imaginación pretendía. A veces llegue a la conclusión de que, en definitiva, mis intrigas y fantasías no eran más que un pretexto: un "algo" que me ayudaba a hacer un poco más atrayente el hastío y la monotonía que supone lo cotidiano.
El sol se anunció a lo lejos impaciente, majestuoso; cicatrices de color en un cielo casi desprovisto de nubes. Era esa hora incierta en que uno no sabe si es mejor llevar las luces encendidas o no, porque, de todas formas, la visión de la calzada es siempre dificultosa. Pero aquel circular entre dos luces era algo a lo que estaba acostumbrado; por eso, a medida que aquel día me aproximaba a ella, supe al instante que algo no encajaba en el conjunto....... 
J.J.

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