jueves, 16 de diciembre de 2010

Una Cruz en el Camino III

Instintivamente aminoré la marcha y me pegué un poco más a la raya que delimitaba el arcén. Cuando apenas si me separaban veinte metros de la cruz, tuve la certeza de lo que estaba viendo. Algo me apretó el pecho y sentí como se me encendían las mejillas, era un calor contradictorio porque, en realidad, me había quedado helado. La cruz seguía allí. A pesar de la semioscuridad podía verla con relativa claridad, sólo que esta vez lucía increíblemente blanca y un gran ramo de flores rojas colgaba en bandolera de uno de sus brazos... Y la inscripción. Unas letras; en la distancia, apenas unas manchas oscuras, seguramente negras, como pecas sobre el blanco.
Mi primera intención fue la de pararme, pero titubeé. Nunca lo había hecho. A pesar de que cientos de veces me había asaltado la tentación de deternerme y verla de cerca, siempre busqué alguna excusa en mi subconsciente para no hacerlo: "El arcén es muy estrecho para estacionar el coche..., "en esta zona de la autovía esta prohibido detenerse...". Excusas, siempre excusas para disimular la misteriosa atracción que sintiera desde que la descubrí.
Llegué a su altura y la rebasé aún con la duda de saber qué hacer. Frené bruscamente al tiempo que giraba el volante hacia el arcén. El conductor del automóvil que circulaba inmediatamente detrás mía me lanzó una ráfaga de luz, y estoy seguro de que no fue lo único que me lanzó. Di marcha atrás unos metros y bajé parsimonioso. Allí estábamos; al fin frente al frente. Me temblaban las piernas y no era capaz de remediarlo. Hice un esfuerzo por controlarme. Aquello era ridículo. ¿De qué podía tener miedo? Seguro que dentro de unos minutos sentiría vergüenza de aquella absurda situación. Crucé decidido los escasos metros que me separaban de la cruz. Efectivamente, la habían encalado y tenía una leyenda. Las flores, claveles rojos enlazados a modo de improvisada corona, ocultaban parte de la inscripción. Las aparté lentamente....

Subió al coche con una parsimonia que más pareció un autómata que un ser humano. De la misma forma mecánica uso el contacto y arrancó, incorporándose a la calzada. Al camión aún le dio tiempo de tocar desesperadamente el claxon e intentar sobrepasarlo por su derecha, pero fue inútil. Un ruido  metálico y el crujir de mil chapas se fundieron en un segundo con un chirriar de frenos y de cauchos. Tras unos instantes de desesperante silencio, sobrevino una terrible explosión que, con un estrépito de desgarro, lanzó los restos del coche contra el guardarraíl, dejando el asfalto cubierto de una amalgama de hierros retorcidos y en el aire un discreto olor a arrabio caliente.
Murió al instante, pero al fin lo supo; aquélla cruz llevaba un nombre: el suyo.

1 comentario:

  1. joer tia, ya me da cosica tanta muelte xD
    me tuviste en ascuas con el anterior tambien, estas cosas me dan miedito jaja

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