miércoles, 1 de diciembre de 2010

Manuel VII

- Tienes miedo, ¿verdad? Yo también lo tendría.
El hombre vestía de paisano, pero olía a policía incluso en la distancia. Se encontraba apoyado sobre la puerta de la azotea y fumaba tranquilamente, como si estuviera esperando el autobús. Su voz no denotaba la más mínima emoción. Manuel supo al instante que aquel hombre conocía su trabajo. Por lo pronto, ya debería haber emprendido su viaje al infierno y, sin embargo, aún continuaba allí arriba, mirándolo fijamente.
- Si realmente se va a tirar, no tenga miedo -su voz había descendido una octava; pero seguía tan fría como segura de sí misma, cuando prosiguió- Pero si tiene dudas, es que no merece la pena. Si duda es porque a lo mejor su vida aún tiene solución, y que tienen razón quienes piensan que si exagerásemos nuestras alegrías como hacemos con nuestras penas, los problemas perderían toda su importancia.
Miedo él, nunca lo tuvo. En eso se equivocaba aquel individuo de tan buenas palabras y con ganas de confundirlo. Nada puede temer quien está acostumbrado a esa otra muerte mucho más lenta y dolorosa: la del olvido, la marginación y la indiferencia. Y, sobre todo, nada puede temer aquel que durante la mayor parte de su existencia, ha necesitado más valor para conservar la vida que para quitársela.
Manuel no había tenido miedo ni siquiera en aquella ocasión en la que, con tan sólo cinco años, encontró a su padre en el pajar, colgando de una viga. Su madre siempre había asegurado que su padre era un miedica, que le asustaba casi todo: la oscuridad, la sangre, incluso un simple rasguño; sin embargo, tuvo valor para quitarse la vida aquella tarde de diciembre. Pero ahora sabía que para suicidarse no hace falta valor, sino simplemente tener claro cuándo se está de más en este mundo. Otros, los cursis y estudiosos, lo llamarían "conducta suicida", pero en realidad era eso: tenerlo claro. Y él lo tenía; aunque aquel tipo con cara de policía que avanzaba lentamente hacia él, intentase enredarle y hacerle fracasar. Pero ya había fracasado demasiadas veces en su vida.
-¡No se acerque!- su boca se torció horriblemente al hablar-. Voy a saltar.
El oficial, atónito, contuvo la respiración la fracción de siglo que tardó Manuel en dejarse caer y desaparecer tras el muro de arenisca. Durante unos segundos, sólo se oyeron voces y gritos de desesperación. Desde una de las terrazas de la planta quinta del edificio colindante, doña Inés se tapó la cara y ahogó un sollozo....

J.J.

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