martes, 23 de noviembre de 2010

Manuel I

El Adelfa era un edificio de diez plantas, céntrico y, sobre todo, lujoso. Manuel lo había elegido como podría haber elegido cualquier otro. En definitiva, sólo iba a entrar en él para matarse.
El conserje le siguió con la mirada hasta que el ascensor abrió sus brillantes párpados de acero y el hombre subió; pero no dijo ni hizo nada.
De unos cuarenta años, bien vestido y aseado, su aspecto no denotaba nada sospechoso; si acaso lo tenso del rostro y sus ademanes algo nerviosos. Y aunque el empleado tenía órdenes de filtrar, en la medida de lo posible, las entradas al edificio, pensó que aquel individuo era uno más de los que diariamente acudían a las numerosas oficinas entres la cuarta y la octava planta.
Pero no fue así. Manuel bajo en el piso décimo, el último, hizo caso omiso al descolorido cartel que anunciaba "Prohibido el Paso", y accedió a un pasillo en penumbra. Un ventanuco con celosía metálica filtraba la luz de occidente en aquella mañana de verano, estrías que se quebraban contra las paredes y contra el estrecho y deslucido tramo de escaleras que terminaba en la puerta de paso a la azotea del edificio.
Se extrañó de que un lugar como aquel tuviese un acceso tan fácil; aunque, bien mirado, y siendo la azotea no visitable, poco sentido tenía el que alguien quisiera llegar hasta allí. La puerta, asegurada únicamente por un cerrojillo de latón, chirrió al abrirse como si no la hubiesen engrasado en toda su vida, y probablemente así era. Manuel hizo una mueca. Lo descuidado del lugar contrastaba en exceso con lo suntuoso del inmueble y venía a confirmar algo que supo desde siempre: las apariencias engañan. Y más aún; en realidad, la vida no era nada más que eso, apariencia: el engañoso escaparate de un comercio repugnante.........

J.J.

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