viernes, 26 de noviembre de 2010

Manuel III

La señora Inés canturreaba desde la terraza de su pequeño piso en la quinta planta del bloque contiguo del edificio Adelfa. Estaba contenta, la mañana le había cundido como pocas. Eran apenas las doce y el almuerzo lo tenía a punto de hervor, el polvo quitado y la colada del día casi lista también. Apenas si le quedaban un par de piezas por colgar en el pequeño tendedero para interior que le regalara su hijo mayor el día de su compleaños. El buen provecho del mañaneo bien merecia un respiro, por eso abrió la ventana de la terraza y atisbó el exterior. La pelandrusca del bloque de enfrente tenía aún la persiana echada; habría tenido mucho "trabajo" la noche anterior y acostado tarde.
Así bien que podía vivir en un apartamento tan lujoso. Siguió su recorrido ascendente. En la sexta, las banderas de los despachos oficiales ondeaban ligeramente, y los amplios ventanales dejaban entrever parte del trasiego interior, pero allí siempre había poco que ver. Con la oficina del director de la compañia de seguros del octavo, tampoco tuvo mucha suerte. La persiana estaba alzada y la ventana de par en par, pero los visillos blancos sólo dejaban ser algunas siluetas confusas. Lástima, le hubiese gustado saber qué tal iba el romance del jefe con su secretaria. Como mujer que era, doña Inés sabia que ella estaba al caer.
Dio por concluida la inspección rutinaria, la verdad es que había sido poco sustanciosa. Después de cerrar la ventana y apartarse de la terraza, la mujer quedó unos segundos pensativas. Algo desentonaba en el conjunto, algo no habitual había quedado fugazmente en su retina. Se asomó de nuevo, entonces lo descubrió. ¡Dios mío, era imposible! ¡En lo alto del Adelfa había un hombre sentado en el petril!.
Se precipitó hacia el teléfono. Aquel día a doña Inés se le quemó la comida.....
J.J

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