jueves, 25 de noviembre de 2010

Manuel II

La azotea tenía un lecho de grava gruesa que crujió bajo sus pies con un sonido sordo y metálico. El avanzar no fue tarea fácil. Le costó sortear los delgados alambres que, a modo de "vientos" y amarrados por todas partes, sujetaban dos enormes antenas; en la primera, Manuel reconoció la típica de televisión; la segunda, no estaba seguro si se trataba del repetidor de alguna emisora de radio. En el centro, como un enorme plato bocarriba, una parabólica de la que salían un montón de cables, dificultó aún más el paso del hombre.
La estrecha y descalichada pared que bordeaba todo el perímetro de la cima del edificio, no sobrepasaba los setenta centímetros de altura y era lo único que le separaba de un abismo de casi treinta metros. Manuel miró el pretil y avanzó con paso decidido. "Nadie cae de un precipicio si  antes no se acerca deliberadamente a él". Lo había leído en algún sitio y recordaba la frase con exactitud, pero aquélla era sólo una verdad a medias. Fuese quien fuese el autor de la máxima, ignoraba que a veces hay cientos de manos, de razones invisibles que te empujan, puede que sin saberlo, pero que te empujan hacia el vacío.
"A mí con frases filosóficas". La reflexión casi la hizo en voz alta, en el momento en que llegaba hasta el pretil. Se asomó. El viento le pegó de inmediato en la cara aliviando la sudoración que había comenzado a perlar su frente. Abajo, las primeras sombras caían por las numerosas ventanas de aquella parte del edificio y la luz se encontraba en las copas de los árboles ocultando a trozos la calle, en un contraste de matices y formas realmente curioso. Los automóviles, en verdadera riada, ponían un contrapunto brillante y cegador al contacto con los rayos solares que, a aquella hora del mediodía, convergían perpendicularmente sobre ellos. Y con todo el conjunto, la gente; de un lado para otro, embuída en sus propios problemas, presurosa y, desde la altura, diminuta y casi ridícula en sus movimientos de conejillos asustados; ajena del todo a la silueta humana que por encima de sus cabezas se recortaba sobre el ático del Adelfa.
Manuel repitió de nuevo aquella mueca característica en él. Como le había ocurrido toda su vida, la gente seguía ignorándole. Incluso en aquel día en que se disponía a poner fin a su existencia, le ignoraban. Pero esta vez sabrían que él, por una vez no iba a pasar inadvertido, por una vez él sería el protagonista. No era algo premeditado, lo había decidido de pronto, mientras observaba, desde aquel lugar privilegiado, el deambular indiferente de aquella plebe de desconocidos: no iba a morir en el anonimato. Tan sólo lo sentía por su madre. La pobre vieja no merecía ese dolor y por eso se decidió por aquel lugar, lejos de su domicilio. Pero, aparte ella, se iba a ser visible para cuantos quisieran disfrutar del espectáculo.
Pasó una pierna sobre el pretil, luego la otra. Se sentó. Resultaba paradójico, pero se encontraba cómodo. Los treinta centímetros de pared le permitían una relativa estabilidad. Sus piernas colgaron oscilantes. Una piedrecilla desprendida del muro se precipitó al vacío, Manuel la siguió con la mirada y empezó a contar con una voz tan rara que no le pareció la suya: "uno, dos, tres..." La piedra rebotó contra la acera. Diez segundos. Él tardaría menos.......
J.J

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